miércoles, 26 de diciembre de 2012

Creadores vs. Parásitos

A través de los siglos ha habido hombres que han dado pasos en caminos nuevos sin más armas que su propia visión. Sus fines eran diferentes, pero todos ellos tenían esto en común: el paso inicial, el camino nuevo, la visión propia y la respuesta que recibían: odio.  
 
Ningún creador ha sido impulsado por el deseo de servir a sus hermanos, porque sus hermanos rechazaban el don que les ofrecía y ese don destruía la rutina perezosa de sus vidas. Su verdad fue el único móvil. Su propia verdad y su propio trabajo para realizarlo a su propio modo.
 
Nada le ha sido dado al hombre sobre la tierra. Todo lo que él necesita lo tiene que producir. Y aquí el hombre afronta su alternativa fundamental; puede sobrevivir de una forma u otra; por el trabajo independiente de su propia mente o como un parásito alimentado por la mente de otro.
 
El creador produce, el parásito toma en préstamo. El interés del creador es la conquista de la naturaleza. El interés del parásito es la conquista del hombre. El parásito vive de segunda mano. Necesita de los demás. Los demás llegan a ser su móvil esencial. La necesidad básica del creador es la independencia. La mente que razona no puede vivir bajo ninguna forma de compulsión. No puede ser reprimida, sacrificada, subordinada a ninguna consideración, cualquiera que sea.
 
La necesidad básica del parásito es asegurarse los vínculos con los hombres para poder nutrirse. Coloca ante todo las relaciones. Declara que el hombre existe para servir a los otros. Predica altruismo. El altruismo es la doctrina que exige que el hombre viva para los demás y coloque a los otros sobre sí mismo.
 
Los hombres han aprendido que la virtud más alta no es realizar, sino dar. Sin embargo, no se puede dar lo que no ha sido creado. La creación es anterior a la distribución, pues, de lo contrario, no habría nada que distribuir. La necesidad de un creador es previa a la de un beneficiario. Sin embargo, se nos ha enseñado a admirar al imitador, que otorga dones que él no ha producido. Elogiamos un acto de caridad y nos encogemos ante un acto creador.
 
A los hombres se les ha enseñado que nadar con la corriente es una virtud. Pero el creador es el hombre que nada contra la corriente. A los hombres se les ha enseñado que estar juntos constituye una virtud. Pero el creador es el hombre que está solo. A los hombres se les ha enseñado que el ego es el sinónimo del mal y el altruismo es el ideal de la virtud. Pero el creador es un egoísta en sentido absoluto y el hombre altruista es aquel que no piensa, no siente, no juzga, no construye.
 
La elección no debe ser el sacrificio de uno mismo o la dominación. La elección es independencia o dependencia. El código del creador o el código del imitador.

Esta contienda tiene otro nombre: lo individual contra lo colectivo. El «bien común» de lo colectivo, raza, clase, estado, ha sido la pretensión y la justificación de toda tiranía que se haya establecido en la tierra. Los mayores errores de la Historia han sido cometidos en nombre de móviles altruistas.
¿Alguna vez han igualado los actos del egoísmo a todas las carnicerías perpetradas por los discípulos del altruismo?
No reconozco obligaciones hacia los hombres, excepto una: respetar su libertad y no formar parte de una sociedad esclava.
"El Manantial" - Ayn Rand
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Este libro es mucho más que una novela. Se trata de un manifiesto filosófico-social y antropológico que busca oponerse a lo que hemos aprendido durante siglos: el altruismo.
Si se lee con moral cristiana puede parecernos una blasfemia y una incitación al egoísmo y la destrucción de la solidaridad. Error.
Debemos desprendernos de años de adoctrinamiento y moral religiosa para comprender la profundidad de esta filosofía.
Debemos pelear por no ser absorbidos por la tribu (Nietzsche), por dar batalla al status quo, la comodidad, la rutina, la tranquilidad económica, la imitación y la subordinación.
Deseo que el 2013 mucha gente querida pueda romper esa cadena altruista que lo ata a un "deber" divino, a obligaciones morales autoimpuestas, a creencias falsas, a construcciones de autoestima denigrantes o imposibilitadoras.
Estamos en una era donde el potencial debe liberarse y para ello debemos pagar el precio de romper con lo conocido e ir por lo que nos apasiona.
Lo que seguramente aflora al leer estas palabras es miedo.
El mismo miedo de siempre, que durante milenios nos han inculcado para mantenernos a raya. Para no intentarlo, para no ir por ello, para no dar lo máximo.
Si hay una felicidad, probablemente sea la de hacer lo que queremos hacer.
Pero tiene un precio y debemos estar dispuestos a pagarlo.
De lo contrario debemos conformarnos con alegrías momentáneas y ajenas.
Es hora de dejar de vivir la vida desde abajo o desde afuera.
Seamos protagonistas.

sábado, 15 de diciembre de 2012

Retroceder nunca, rendirse jamás

En  la búsqueda desesperada del amor, todos hemos incurrido en errores comunes como: forzar vínculos imposibles, intentar epopeyas románticas, poner expectativas en la persona equivocada, creer que es “si” cuando todo te indica que “no”, etc.
 
Si bien podríamos ser auto-indulgentes con estos deslices, existen dos conductas que son absolutamente inadmisibles: retroceder y rendirse.
 
 
Retroceder sería esa tendencia compulsiva por volver al pasado en forma recurrente o vivir definitivamente en él, ya sea por la comodidad del “malo conocido” o por la falta de coraje para decidirse a evolucionar. Es retornar a ex parejas, ex amores, ex amantes. Una especie de ex vida. No la real y verdadera, la que avanza hacia adelante; sino la que involuciona, la que se repite, la que se retrotrae al único tiempo que ya ha muerto: el pasado.
 
Así como no podríamos estar re-aprendiendo a leer cada dos años, ¿por qué motivo se elige re-apre(h)ender el pasado en materia sentimental? ¿Cuáles son las tranquilidades que lo “conocido” tiene sobre lo “nuevo”? ¿Económicas, sociales, familiares, sexuales? ¿Son certezas reales o muletas psíquicas para seguir rengueando por la vida?
 
Pero además de evitar estos retrocesos, es obligatorio no rendirse jamás. Y dicha rendición comienza con lo que hemos aprendido sobre el amor y lo que creemos sobre ese sentimiento. Es básicamente un condicionamiento cultural. 
 
La melancolía, la culpa romántica o las manipulaciones de la memoria, siempre han gozado de buena prensa en nuestra culura occidental y todas comparten el mismo elemento inhibidor: el miedo a crecer e ir hacia adelante.
 
Pero entonces, ¿Cómo logramos desaprender esa forma melancólica y nostálgica del amor?En primer lugar buscando las palabras que nos permitan verbalizar ese miedo que nos paraliza; ¿qué hay de terrible en el horizonte que nos hace volver hacia atrás?
 
Solamente poniendo en palabras nuestros miedos podremos atravesarlos. Ir hacia adelante implica articular un relato distinto del que siempre nos repetimos. Crecer, en el amor, es dejar de posicionarnos en emociones que retroceden y comenzar a situarse sobre las que nos lanzan hacia adelante, el único lugar posible al que iremos a parar.
 
Poblar nuestro presente con sombras del pasado es un error, pues todas supieron ser luz en su debido tiempo y lugar. Acaso nosotros también habremos dejado nuestra luz y sombra en vidas ajenas; y debemos rogar por quedarnos allí. Sólo hay que convertirse en un buen recuerdo, porque la vida real ya no está allí.
 
La clave –entonces- es continuar buscando, pues siempre habrá algo mejor para nosotros. Como bien se dice, “la única forma de salir de un amor es con otro amor”.
 
Debemos reconocer que lo único permanente es el cambio y que la experiencia amorosa se adquiere para ser depositada en la próxima persona y no para corregir errores del pasado.
 
Se trata de ser mejores con los próximos y no mediocres con los que ya no están.
 
El único camino posible es hacia adelante.
Sólo hay que continuar caminando, sin retrocesos ni rendiciones.
El único amor posible siempre estará en el horizonte, jamás a nuestras espaldas. 

sábado, 8 de diciembre de 2012

La Verdad

Yo, amigo mío, esperaba un milagro. ¿Qué milagro? Sencillamente, que el amor fuese eterno, que rompiera la soledad con su fuerza sobrehumana y misteriosa, que disolviera la distancia entre dos seres humanos y derribase todas las barreras artificiales que habían levantado la sociedad, la educación, el patrimonio, el pasado y los recuerdos.
 
Tal vez, las voces, las luces, las alegrías y las sorpresas, las esperanzas y los miedos que encierra nuestra niñez, sea lo que realmente amamos, lo que buscamos durante toda la vida. 
 
Todo amor que va precedido de una larga espera, confía en un milagro de la otra persona y de sí mismo. Y para un adulto, quizá sea el amor lo único que puede devolverle algo de esa espera temblorosa e impaciente. Con la palabra «amor» me refiero no sólo a la cama y lo que conlleva, sino también a los momentos en que dos seres humanos se buscan, a la espera y a la esperanza que los empujan uno hacia otro.
 
A ciertas edades, ya no buscamos en la cama obtener del otro el placer, la felicidad o el éxtasis sino una verdad simple y profunda que el orgullo y la mentira han ocultado hasta entonces: la auténtica conciencia de que somos humanos, hombres y mujeres, y tenemos una misión común en la tierra, una tarea que tal vez no sea tan personal como creíamos.
 
No se puede eludir esa tarea, pero se puede deformar a fuerza de mentiras. 
 
No importa que la persona amada sea atractiva —al cabo de un tiempo ya ni repararás en su belleza—, no importa que sea más o menos excitante, inteligente, experimentada o curiosa, o que responda a tu pasión con idéntico ardor.
 
¿Qué es lo importante entonces? 
 
La verdad.
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"La Mujer Justa" - Sandor Marai