sábado, 8 de diciembre de 2012

La Verdad

Yo, amigo mío, esperaba un milagro. ¿Qué milagro? Sencillamente, que el amor fuese eterno, que rompiera la soledad con su fuerza sobrehumana y misteriosa, que disolviera la distancia entre dos seres humanos y derribase todas las barreras artificiales que habían levantado la sociedad, la educación, el patrimonio, el pasado y los recuerdos.
 
Tal vez, las voces, las luces, las alegrías y las sorpresas, las esperanzas y los miedos que encierra nuestra niñez, sea lo que realmente amamos, lo que buscamos durante toda la vida. 
 
Todo amor que va precedido de una larga espera, confía en un milagro de la otra persona y de sí mismo. Y para un adulto, quizá sea el amor lo único que puede devolverle algo de esa espera temblorosa e impaciente. Con la palabra «amor» me refiero no sólo a la cama y lo que conlleva, sino también a los momentos en que dos seres humanos se buscan, a la espera y a la esperanza que los empujan uno hacia otro.
 
A ciertas edades, ya no buscamos en la cama obtener del otro el placer, la felicidad o el éxtasis sino una verdad simple y profunda que el orgullo y la mentira han ocultado hasta entonces: la auténtica conciencia de que somos humanos, hombres y mujeres, y tenemos una misión común en la tierra, una tarea que tal vez no sea tan personal como creíamos.
 
No se puede eludir esa tarea, pero se puede deformar a fuerza de mentiras. 
 
No importa que la persona amada sea atractiva —al cabo de un tiempo ya ni repararás en su belleza—, no importa que sea más o menos excitante, inteligente, experimentada o curiosa, o que responda a tu pasión con idéntico ardor.
 
¿Qué es lo importante entonces? 
 
La verdad.
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"La Mujer Justa" - Sandor Marai

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