martes, 8 de septiembre de 2009

Oficinistas

“Cuando un hombre, por un hecho casual, o por la sínte­sis reflexiva de sus descubrimientos cotidianos, comprende que el mundo está mal hecho, que el mundo, digamos, es una cloaca, tiene que elegir entre tres actitudes: o lo acepta, y es un perfecto canalla como ustedes, o lo transforma, y es Cristo o Lenin, o se mata. Se­ñores míos, yo vengo a proponerles que demos el ejemplo y nos matemos de inmediato.

...Que grotesco e irrisorio es el empleado de oficina.
...Los padres mandan a sus hijos al colegio para que sean empleados de banco.

Lo que quiero decirles es que los odio de todo co­razón. Y los odio porque cada hombre odia a la clase que pertenece. Ustedes, los oficinistas, son mi clase. Y nadie se asombre, que esto es dialéctica: la lucha de clases se basa, no como suponen los místi­cos, en la aversión que se tiene a la clase explotadora, sino en el asco personal que cada individuo siente por su grupo. Esto es simple. Si los proletarios no odiaran su condición de proletarios, no habría necesidad de hacer la revolución.

El empleado de oficina no es un hombre. Es cualquier cosa, una imitación adulterada, un plagio, una sombra. Se volvieron idiotas de tanto cumplir un horario, de atender el teléfono, de sacar cuentas millonarias mientras tenían un peso en el bolsillo. …Después de haber viajado diecinueve mil veces en colectivos repletos, a razón de cuatro colectivos por día, vas a odiar a la hu­manidad, te lo juro. Yo sé lo que te digo: ándate con los jíbaros, di­seca cráneos, hacete anarquista, enamórate como un cretino. Qué sé yo. Pero no sigas acá.

Cada día, se­mana tras semana, todos los meses de estos últimos quince años, nosotros, los oficinistas nos hemos levantado, los menos madrugadores, a las siete de la mañana, para ocupar nuestro escritorio a las ocho en punto. Hemos ido a almorzar, he­mos vuelto, hemos salido a las seis de la tarde. ¿A qué hora re­gresábamos a nuestra casa?: otra vez a las siete, es decir, medio día después. Agreguemos a esto las ocho horas de sueño que recomien­dan los higienistas más sensatos: veinte horas. Las que faltan han sido repartidas, y sigo memorizando el opus de antes, en "satisfa­cer nuestras urgencias instintivas", leer el diario, indignarse por el precio de la fruta, escuchar el informativo, destapar la pileta. Los más normales. Porque los otros, los que disparando enloquecidos de una oficina a otra pudieron pagar la cuota inicial del aparato televisor (que viene a ser la más sórdida, la última maquinación para embrutecer del todo al género humano), los otros, digo: ni eso. Qué tal.

Y las vacaciones! ¿Re­cuerdan ustedes cómo, en qué estado de ruina, volvieron de las últi­mas vacaciones? ¿Esto es la Vida?: ahorrar energías y pesos durante trescientos cincuenta y cinco días para extravertirlos frenéticamente en diez. Eso es la vida. Vivir a la sombra un año y agarrarse una inso­lación, complicada con quemaduras de tercer grado, en una semana y media de veraneo.

En fin. Al verlos ahí, apelmazados, no puedo evitar figurarme el Sindicato de Empleados de Comercio. Todos unidos: alcahuetes, jefes, delegados... ¡Manga de proxenetas!”

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–“En retribución al servicio que le ha prestado a la compa­ñía, desde el mes que viene recibirá doscientos pesos de aumento”.
Se daban las manos. Todos sonreían.
–“Y ahora, a trabajar –quien hablaba era el gerente–. Porque ya lo ven: sólo el cumplimiento del deber da buenos frutos. Nuestro compañero Núñez durante dieciocho años fue un emplea­do excelente, un hombre respetable, y una sola llegada tarde, la única de su vida, bastó para trastornarlo”.
Las máquinas empezaron a teclear a sesenta palabras por minuto.
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Texto extraído del cuento "Así habló" de Abelardo Castillo.
A pensar.

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